Cómo vivir una vida victoriosa

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1. Legalmente


No tengamos temor de pensar en términos legales, pues todo el conjunto de Escrituras hebreas se mueve dentro de ese ambiente. Dios es tanto el juez como el dador de la ley. El es el Dios de la ley y del orden. A diferencia de los impredecibles dioses paganos, podemos depender de él para actuar en armonía con su justa y eterna ley. Justificación, la gran palabra paulina, es una palabra propia de la corte legal. Dios no solamente salvó a los pecadores, sino también vindicó su ley. Pablo sostiene que nuestra salvación está basada tanto en la ley y la justicia como en la gracia y la misericordia (ver Rom. 3:24-26). Nuestras propias conciencias demandan justicia y no pueden estar en paz a menos que nuestro compañerismo con Dios esté basado en la justicia.

El Calvario no fue una representación teatral de Dios. Si él no hubiera estado realmente comprometido con su propia ley, no hubiera sido necesario que Cristo muriera. El Calvario no fue una farsa legal, sino la prueba de que la divina ley es inexorable. La cruz constituye la única base legal para la salvación humana.

Como seres humanos aceptamos el principio legal en las relaciones humanas más sagradas. Una mujer que ignora una relación legal y establece una relación íntima con un hombre solamente en base al amor que ella experimenta, está prostituyendo una ley fundamental de la vida. En el libro del Apocalipsis se designa con el nombre de "ramera" (Apo. 17:5) a todo sistema religioso que trata de establecer una relacion con Dios sobre la base exclusiva de la experiencia religiosa. La santificación es vivir una vida de comunión con Dios sobre la base legal de la justicia, sin la cual no puede existir esa comunión.

Examinemos la base legal de la santificación desde dos diferentes puntos de vista:

a. En materia de pecado. Frecuentemente se ha dicho que la justificación nos libra de la culpa del pecado, mientras que la santificación nos libra del poder del pecado. Pero no debemos separarlas de tal manera que un hombre pueda disfrutar de una de estas bendiciones sin disfrutar también de la otra. Esto es lo que sucede con frecuencia en la teología de la "santidad", que postula que existen dos tipos de cristianos--los escogidos, que son liberados de la culpa del pecado, y los muy escogidos, que además son librados del poder del pecado; ó aquellos quienes conocen a Cristo como Salvador y aquellos que conocen a Cristo como Señor. La Biblia no hace tal distinción entre la justificación y la santificación.

Los resultados de este error son completamente perniciosos. Si no lleva al orgullo espiritual entre aquellos que imaginan que se encuentran fuera de Romanos 7 y dentro de Romanos 8, conducirá a la idea anticristiana de que el hombre puede salvarse de la culpa del pecado y, sin embargo, continuar revolcándose en su contaminación--como si la santificación fuera meramente una opción para los salvados.

Existe una relación directa entre la culpa del pecado y el poder del pecado. Cuando somos librados de la culpa del pecado, también somos librados del poder del pecado, y éste viene a ser el punto principal en Romanos 6:14: "Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia." Es decir, en tanto que un hombre está "bajo la ley," el pecado reinará sobre él y se verá obligado a rendirse a su dominio. Pero si está bajo la gracia, el pecado no tiene ya más poder para gobernarlo.

En Romanos 7, Pablo continúa explicando este misterio de la relación entre la ley y el poder del pecado. La fuerza del pecado no se encuentra en sí mismo, pues "el poder del pecado" es la ley. (1 Cor. 15:56). La ley, aquella ley santa, justa y buena, sujeta al hombre al servicio del pecado por el poder de su propia justicia. El pecado es el amo ("el esposo") que el hombre escogió servir, y la ley lo ata a esta relación de la misma forma en que una mujer está sujeta por la ley al esposo de su elección. Así como la ley mantiene al criminal en la cárcel, también la ley de Dios mantiene atado al pecador en el miserable servicio al pecado. De hecho, "...el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia" (Rom. 7:8). Es decir, el pecado encuentra en la ley su derecho legal para controlar al hombre que está bajo su soberanía, y obra en éste toda suerte de deseos pecaminosos.

La liberación del poder del pecado sólo se adquiere cuando se está a cuenta con la ley de Dios. En tanto que estemos en deuda con las demandas de la justicia, estaremos "bajo la ley," y ciertamente estaremos en la prisión del pecado. Pero tan pronto como la fe se apropia de la vida y de la muerte de Cristo, somos justificados o tenidos por justos ante la ley. Por cierto, ésta es la razón por la cual la ley nos mantuvo atados hasta que "vino la fe" (ver Gal. 3:23,24). En Cristo, y mediante la fe, podemos estar frente a la ley como perdonados y justos pues ésta ya no tiene poder para someternos a su tiranía, y el pecado ya no tiene más poder para sujetarnos. La justificación nos hace (legalmente) libres para no servir al pecado. Por lo tanto, la liberación del poder del pecado es el resultado inevitable de la liberación de la culpa del pecado.

b. En materia de santidad. Acertadamente se ha dicho que la justificación es nuestro título para el cielo. No debemos olvidar, sin embargo, que la vida celestial comienza en la vida de santidad aquí y ahora. La santificación es la glorificación ya iniciada, es la misma vida celestial encapsulada en una semilla. La santidad es la primicia, los primeros frutos de la herencia inmortal (Rom. 8:23; Efe. 1:14). El cielo es el acceso a la presencia de Dios; es tomar parte de su santidad y participar de su vida. Pero esta participación en la santidad de Dios comienza aquí con aquellos que "han gustado del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y asímismo gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero." (Heb. 6:4,5).

En su caída, el hombre perdió todos sus derechos y privilegios, y el pecador no tiene ningún derecho a participar en la vida de santidad de Dios, pero Cristo y Cristo solamente, ha ganado este derecho en favor del hombre: "...Para que por ellas [las promesas] llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina" (2 Ped. 1:4). "A los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios..." (Jn. 1:12). Por la fe somos justificados, y estando justificados, tenemos acceso legal a todos los títulos y derechos para transitar por el camino de la santidad. A lo largo de esta ruta hacia "la ciudad celestial," nos esperan muchas pruebas a fin de que nuestra fe sea purificada. Hay gigantes dispuestos a golpearnos, redes listas para atraparnos y hombres astutos para poder engañarnos. A lo largo de la carretera del Rey viajan santos con nombres como "Listo para Detenerme," también viaja "Poca Fe," y el pobre "Cristiano," que encuentra en su camino un sinnúmero de situaciones peligrosas. En esos momentos de tentación y debilidad humana, ¿cómo podríamos afirmar nuestros corazones en Dios sino mirando hacia nuestro título que se encuentra en la justicia de Aquel que nos representa ante la diestra de Dios? ¿Cuán fácilmente tambalearía nuestra fe si al ser desafiados por nuestros enemigos defendiéramos nuestro derecho para transitar por las calles de la santificación colocando nuestra mano (como el personaje "Ignorancia") dentro de nuestro seno para encontrar ahí las bases para estar entre los santos? Feliz el hombre que, en la hora de prueba, puede mirar al exterior, hacia la expiación (la obra de Cristo) en lugar de mirar internamente, a sus propios logros.

Aunque Satanás me azote,
Y duras pruebas me asalten,
Que esta seguridad permanezca:
Cristo conoce mi condición fallida,
Y por mi alma atribulada,
Su propia sangre ha vertído.

Así, la justificación es la base legal de la santificación. La justificación destruye el derecho que tenía el pecado para gobernarnos, y nos otorga el derecho legal para transitar por el camino de la santidad.

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